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Llegó un momento en que los pueblos de la antigüedad se percataron de la existencia de un constante retorno hacia el punto inicial, pues al transcurrir cierto período de tiempo se repetían las mismas situaciones: el cauce luminoso de las estaciones, el renacer de los cultivos y el regreso de las lluvias. Se iniciaba un nuevo año.
Cuatro mil años atrás los babilonios consideraron la repetición periódica de las estaciones como un motivo digno de celebrarse, por eso instituyeron un ciclo 11 días de ceremonias y fiestas que se iniciaban al asomarse la primavera.
Los egipcios celebraban el fin del año al empezar la crecida del río Nilo y la preparación de las tierras para la siembra; mientras que los romanos lo hacían el 25 de marzo. El emperador Julio César cambió la fecha al primero de enero, día dedicado al Dios Jano; lo que luego se confirmó en las adaptaciones hechas por el Papa Gregorio XIII y quedó plasmado en el calendario que hoy nos rige.

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